Aventuras gatunas

Un domingo cualquiera, sin muchas mas cosas que hacer que ir a la piscina a disfrutar de los últimos días de agosto, e ir a buscar algunas viandas al Supercor, aparece mi hijo por la puerta con nuestro perro y, con el alborozo propio de los 12 años me espeta: «¡Mamá mamáaa! ¡He encontrado al gatito perdido!» 

Mientras consigo que me explique eso del gatito perdido, miro de reojo al perro. Por cómo se relame, debe ser cierto, con esa mirada perruna que parece decir «déjameee, tontaaa, déjame a mí, que yo le quito las penas al bicho ese y un problema menos». Según me informa mi hijo, en la piscina de la urbanización se exponen varios carteles conmovedores de unos vecinos que describen angustiados la pérdida de dos preciosos gatitos, uno negro y otro gris y blanco, así como su tremenda ansiedad por recuperarlos.

Y por tanto, y bajo la insufrible presión de la mirada suplicante de mis hijos, me encamino al arbusto que tenemos a 10 pasos de casa y miro debajo. 

Efectivamente. Escondido bajo una azalea, tenemos un minino que cumple con todos los requerimientos técnicos de «gatito perdido». Y por añadidura, adorable. Pelaje negro limpísimo, ojos verdes gatunos, tamaño y aspecto físico muy adecuado, apariencia saludable, incluyendo un collar antiparasitario cuyo olor se detectaba desde la puerta de casa.

Bien, tenemos un ejemplar clásico de «gato doméstico perdido», que además acude a mi torpe llamada «bssbssbssbss» y se acurruca en mis brazos. Somos familia perruna, y no tenemos gran experiencia en rescatar gatitos, mucho menos en cómo se hace para cogerlos sin que te arañen de arriba abajo. Pero este ejemplar, con sus manitas suaves de pisar parquet no hace ni el ademán de sacar las uñas. Parece asustado y desubicado, mira hacia un lado y otro, y decido cargar con su cuerpo serrano hacia la piscina para consultar el cartel, llamar a sus desesperados propietarios y comunicarles que -al menos- uno de sus adorables mininos ha sido rescatado con vida.

Tras consultar el cartel, verificar los datos del anuncio y depositar el animalito en brazos de mi hijo, llamo al móvil. Nada. Comienzan a entrar vecinos en el edificio de los vestuarios de la piscina. Tengo la misma pinta que Annie la huérfana con su perrito en brazos, con la misma cara de paisaje que el gato, y todo lo más, me miran con curiosidad.

Vale. En casa tenemos un ejemplar de braco alemán de 10 años que, siendo generosos, se pondría a gritar como una energúmena persiguiendo al pobre gato por toda la casa. Dejemos aparte la posible destrucción mobiliaria. En el caso mas extremo, pronostico holocausto gatuno con un final más bien sangriento y trauma para mis hijos para el resto de sus vidas.

Opto por subir a mis dos hijos y al gato al coche, excelente sistema de contención para gatos, perros y niños, y bajar todos a la garita de los conserjes a ver si encuentro ayuda. Y no, no la encuentro. Sólo un número de móvil en el cual me comentan que les parece fenomenal que haya encontrado al gatito perdido, pero que dado que no son la protectora de animales, que me busque la vida.

Así que, visto que los dueños del animalito no me devuelven mis sucesivas llamadas,  enfilo la carretera camino al veterinario, para que al menos le pasemos el escáner al chip, quién sabe, quizá ellos tengan algún otro teléfono o alguna manera de comunicarse con los titulares de la criaturita.

Y en ese momento, consigo que descuelguen el teléfono. Hola buenos días, buenos días, que he encontrado a uno de sus gatitos. Tras 30 segundos de conversación con un ser de sexo indefinido cuyo nivel de interlocución era semejante al del gato, me pasan con una chica -le calculo 16- que me comenta que ella está en otro pueblo a 20 kilómetros del mío y que los dueños del gato irán a mi urbanización por la tarde. Tras comentarle el riesgo extremo de conservar el animalito en mi poder hasta ese momento, a la vista de la nula capacidad de gestión de la adolescente, que mostraba un encefalograma tan plano como el de Goofy, y dado que mis hijos estaban escuchando la conversación por el manos libres, y me miran con la misma mirada que el gato de Shreck, decido acudir al citado pueblo a entregar el gato y quitarme de enmedio.

Tengo que bajar al super, hacer algo de compra y preparar la comida, pero bueno. Renuncio a la piscina de hoy. Los bichos siempre han sido mi perdición y no soy capaz de abandonar al animalito en la naturaleza salvaje de la sierra madrileña. Me explico. Vivimos en una urbanización donde las picarazas se pelean con los gatos monteses, las urracas comen gorriones, y solamente huyen cuando las espantan los jabalíes. Eso contando con que nadie exilie al gato a la dehesa de las vacas, en cuyo caso va bien jodido. El mundo es cruel, y la naturaleza una hija de malamadre. Pero aún así, no puedo dejar un gato doméstico y manifiestamente incapaz de cazar un pajarito caído del nido, al alcance de las picarazas.

Y ahí estoy, en el punto de encuentro acordado, cuando llega la chati del teléfono con su cani reglamentario y pelopincho made in Georgi, la cual, tras echar una ojeada al minino, me informa de que este gato no es el suyo.

Ostras. Miro a mis hijos. Miro al minino, que me observa con sus ojazos verdes abiertos de par en par, y por los cuales, se supone, visualiza el inframundo.

Nos hemos convertido en secuestradores de gatos. Tengo en mi poder, de forma totalmente indebida, un gato que no es mío, y es más, muy posiblemente sea propiedad de alguna viejecita que estará buscándolo desesperadamente y que ignora que tres vecinos descerebrados -dos de ellos menores de edad- se lo están llevando de tournee por toda la sierra.

Me quito de encima a la teen-pareja y enfilo hacia mi veterinario de confianza, dispuesta a ver de quién narices es el puñetero gato que me está jorobando la mañana del domingo, pero bien, y que ya de paso, me ha convertido en delincuente.

Mientras tanto, mis hijos ya le están poniendo nombre y peleándose por quién será el primero en dormir con el gato. Vais listos, majos. Lo que me faltaba.  No podemos adoptar un gato, por muy adorable que sea. No por nada, si el bicho es muy majo, es por su seguridad física y personal.

El bicho se ha dormido en los brazos de mi hijo. Se estira a lo largo y comienza a coger confianza y poner su cabeza en mi pierna. Mi hijo se queja de que le ha enganchado las uñas en los «huichis». Pues no te pongas en la postura del loto en el asiento, majete, resguarda las joyas de la corona cuando lleves un gato en brazos, que si no te veo explicando en un futuro a tu novia porqué tienes marcada la Z del zorro en los cataplines.

Como me pille la guardia civil, con dos niños, un gato indocumentado, y situado en una zona del automóvil completamente inadecuada para transportar un gato, y más si es un gato secuestrado, me van a quitar los puntos uno detrás de otro.

Llegamos al veterinario -estos chicos de Veterinarea son fantásticos, domingo de agosto y ahí están al pie del cañón, de guardia como debe ser- y pido que le pasen el escáner de chip al minino. Dada la abrumadora mayoría de población perruna, el gato entra en barrena psicótica y me clava las uñas en mi estupendo vestido de Flamenco, la madre que lo parió, gracias a dios que lleva lycra, y trata de subirse más allá de mi coronilla. Consigo contener al bicho sin sufrir demasiadas lesiones, pero el pobre está de los nervios. 

El veterinario consigue dar con la propietaria del animal. Sin embargo, la conversación va tomando matices insospechados, que escucho mientras, con un ojo intento vigilar que mi hija no se infle a chuches -le informo que son chuches para perros- y que mi hijo no destruya el recogedor de cacas automático que tienen en la tienda de mascotas y que le ha parecido fascinante. 

«Que sí, que el chip de este gato está a tu nombre. Sí, al tuyo. Cómo que el gato está en tu casa? Ah, que tienes ahí a tus dos gatos? Pues perdona, no puede ser, que aquí hay uno con chip y es tuyo. Ah. Que se escapó de casa? Ya… ah. Que igual bajaste del árbol al gato equivocado? Comprendo. Si, claro, negro negro. De arriba a abajo, sin una sola mancha blanca y con los ojos muy verdes. Ya… Sí, aquí tengo a una cliente con tu gato, que dice te espera.

Entonces el veterinario, tratando de no ahogarse de risa, me informa.

Que resulta que el gato es propiedad de una de mis vecinas y también paciente de la clínica.

Que según comenta la chica, hace un par de días, se le perdió, pero que lo encontró subido a un árbol, consiguió que bajara y se lo llevó a casa, y ahí sigue.

Que según todos los indicios, parece que el okupa se instaló cómodamente en su nuevo hogar, usurpando la identidad y residencia del verdadero gato doméstico que ahora se veía obligado a vivir bajo la azalea.

Y que sí, que ya venía corriendo a llevarse a su minino -ya bautizado como Micifuz por mis hijos- y dejarnos libres para partir a realizar nuestras gestiones dominicales como cualquier hijo de vecino, y nunca mejor dicho.

Y cuando ya enfilábamos hacia el Supercor, llenos de pelos de gato, pero al fin libres de la compañia gatuna, mi hija insistía: Pero mamá, ¿podremos verle alguna vez? Ya te digo, verle todo lo que quieras, pero a mí no me traigáis más gatitos perdidos, majos, que a estas alturas de la vida, confirmamos que no todo el monte es orégano, pero está claro que todos los gatos son pardos.